por ignatiusminiatures » Vie Oct 23, 2020 9:53 pm
Abro este hilo para resubir relatos antiguos, que ya colgué en el antiguo foro, destruido por el taimado ataque de los bots gusos.
El buscador
Tyron avanzó unos cuantos pasos antes de agazaparse tras los restos de un viejo Cadillac, apoyando la espalda contra la chapa oxidada y dejando su rifle en el suelo. Permaneció inmóvil durante unos segundos y se atrevió a echar un vistazo a través del hueco donde años atrás debieron estar los cristales del coche.
A unos cincuenta metros se encontraba la entrada del edificio que había estado buscando durante los últimos días, ahora medio sepultada. El derrumbe de la azotea había dejado caer una montaña de cascotes y herrumbre, hasta el punto en que sólo a través de pequeño agujero en lo alto, apenas visible desde donde se encontraba, podría cruzar al otro lado. Allí encontraría, o al menos eso esperaba Tyron, su recompensa.
Días antes un Errante le había hablado de este lugar en El Gato Tiñoso, la más conocida taberna de Pozo Seco. Tyron vivía en ese modesto asentamiento desde que Nueva Miami fue arrasada por los Muerteños, los seres resultantes de la que todos conocían como La Gran Plaga. Muerteños, Zombies, Pochos, Podridos: distintos nombres para las mismas despreciables criaturas. Ni vivos ni muertos, no eran más que un triste reflejo de lo que habían sido en vida, tratando incesantemente de satisfacer el único deseo que los arrastraba a desplazarse: el hambre.
Hacía meses que Pozo Seco había perdido toda esperanza de contactar con otros asentamientos. En otra época se habían establecido rutas comerciales con Luna Roja o Cascada de Cieno, pero últimamente los Muerteños habían estado más activos y los asentamientos únicamente disponían de suficiente personal y recursos como para defender sus propios muros. Eso si todavía seguían vivos…
En estos tiempos muy pocas personas se atrevían a realizar incursiones en busca de suministros, por lo que, debido a la escasez, el gremio de Buhoneros se había visto obligado a aumentar las tasas que pagaba a los Buscadores. No obstante, cada vez era más difícil encontrar algo que mereciese la pena. Las últimas salidas que Tyron había hecho habían resultado un fracaso, consiguiendo únicamente baratijas… La vida de un Buscador no era fácil.
Si la información de ese sitio que le había dado el Errante era correcta, valía la pena arriesgarse. Sacó el mapa que le había dibujado sobre un viejo trozo de tela, y tras consultarlo y mirar en ambas direcciones en busca de referencias supo que ese era el lugar: a medio camino entre el poste del Funicular y el antiguo depósito del agua.
Tyron asomó la cabeza por encima del capó y cargó su fusil con las cinco balas que le quedaban. Abrió la bolsa que llevaba colgada al cinto y sacó con cuidado la pequeña jaulita en la que guardaba a Pinto, su canario.
Las aves eran las únicas criaturas que habían podido escapar de La Gran Plaga, y era innegable que disponían de habilidades innatas para sobrevivir en estos tiempos difíciles. Con un poco de entrenamiento los supervivientes habían sido capaces de adiestrarlos para que actuasen como exploradores y alarmas en los yermos tóxicos, avisando a sus dueños cuando detectaban excesiva radioactividad o presencia de los Muerteños. Incluso en la entrada principal del asentamiento de Luna Roja los guardias se servían de una enorme lechuza para poder hacer las guardias nocturnas con mayor comodidad, permitiéndose el lujo de dar alguna cabezada.
Y al fin y al cabo eran prescindibles…
Tyron esbozó una sonrisa: jamás lo reconocería, pero había cogido cierto cariño a ese bichejo desde que lo tenía. Abrió la puerta de la jaula y cogiéndolo con cuidado, elevó las manos y lo soltó. Pinto batió las alas con fuerza y se elevó hasta que Tyron no pudo distinguir si no un punto en el cielo que describía círculos a su alrededor, a unos veinticinco metros sobre su cabeza.
Esperó.
Nada. No escuchaba trino alguno, por lo que supo que estaba despejado.
Se acomodó la máscara antigás, que le rozaba ligeramente bajo el mentón, se incorporó y miró alrededor. Odiaba la puta máscara. Bajo el filtro verdoso de las lentes todo tomaba un aspecto siniestro y no podía oír salvo su propia respiración. Y eso si no se empañaba…
Se acercó hasta a la pila de cascotes y comenzó a trepar como pudo, desprendiendo rocas sueltas a cada paso, hasta alcanzar el agujero. Tanteó la estrecha abertura y, después de echar un vistazo al interior, se introdujo a duras penas con la mochila.
Tras deslizarse por la montaña de deshechos del otro lado aterrizó en medio de una pequeña estancia, que en su día debió ser, si la información era correcta, un polvorín del ejército. El paso del tiempo y los saqueos habían hecho estragos, hasta el punto que el mobiliario que hubieran servido para almacenar las armas y municiones había quedado reducido a restos difícilmente reconocibles. Rebuscó bajo los cascotes, pero no encontró nada de utilidad. Miró en los restos de una oxidada taquilla, pero estaba vacía. No podía creer que el Errante le hubiese dado información falsa. Cuando regresase a Pozo Seco le buscaría y acabaría con él, y recuperaría los prismáticos que había cambiado por la información. Suponiendo que el Errante siguiese allí, claro…
-Mierda de Errantes…-masculló mientras se daba la vuelta para volver por donde había venido.- Tres días andando para esto…
Cuando se arrastraba de nuevo hacia la pequeña abertura para salir al exterior, su bota quedo enganchada con una chapa oxidada. Tiró bruscamente y esta cedió, moviéndose con un crujido y dejando a la vista un pequeño espacio antes oculto.
-¿Pero qué…?- Se preguntó mirando dentro. Metió la mano y sacó una caja intacta de balas de pistola y una antigua linterna.
- ¡Menuda suerte!- Guardó las balas en la mochila y pulsó el interruptor de la linterna. Con un zumbido, la bombilla parpadeó unos instantes y un tenue halo de luz iluminó la pared de enfrente.
No podía creerlo. Gazmán, el Buhonero, le daría al menos cinco raciones y un botiquín por una linterna militar en funcionamiento. Con suerte, además podría sacarle a esa rata miserable un par de botas, ya que las que llevaba estaban empezando a perder la suela, a cambio de la batería. La apagó de nuevo y se la guardó en uno de los bolsillos de la casaca.
Tyrón se incorporó bruscamente y su cabeza chocó con lo que creía que era una tubería.
-¡Me cago en la …!- se había dado tal golpe que hasta le rechinaron los dientes. Se llevó las manos a la cabeza y cuando comenzaba a reponerse, levantó la mirada y se quedó perplejo.
-¡La hostia!- No podía creer lo que veía...
Encajado entre ambos lados de la estrecha abertura estaba el trozo de metal con el que se había dado de bruces. Tyron había pasado de largo al entrar, ya que bajo la visión distorsionada de la máscara parecía una cañería oxidada más, y de no haberse golpeado tampoco habría reparado en ello al salir. No era una tubería: ¡era un viejo lanzagranadas! Y en una madera cercana, de un viejo clavo colgaba una cinta repleta de munición.
Tyron no pudo reprimir la alegría e improvisó un baile, que acompañó de un alegre tarareo. Estaba claro: ¡ese era su Puto Día De Suerte! Ya no quedaba casi ninguno de aquellos trastos, y mucho menos munición. ¡Había encontrado una fortuna!
Agarró la cinta de la que colgaba y tiró de él, pero no logró sacarlo de donde estaba encajado, así que se sentó y haciendo palanca con las piernas en ambas paredes, tiró de nuevo con todas sus fuerzas.
Y de repente todo se derrumbó.
***
Cuando cesó la lluvia de cascotes y el estruendo que la acompañaba, Tyron pensó cómo había podido ser tan torpe y no haberse dado cuenta que, al ceder con el paso de los años, las dos paredes estaban sujetas entre sí, en precario equilibrio con el arma como único soporte. La avaricia le había hecho ser imprudente. Aunque magullado, seguía vivo, pero aquel ruido se habría oído desde Pozo Seco…
Se levantó con ciertas dificultades y se palpó el costado mientras tosía: tenía al menos un par de costillas rotas. Recogió la mochila y se dispuso a salir, arrastrando tras de sí el arma y la cinta de munición.
Y de repente, el silencio se rompió cuando Pinto, el canario, empezó a cantar. Un trino constante y agudo: era un grupo. ¡No podían cogerle allí! Si le rodeaban en un lugar como este, sería su fin.
Se arrastró de nuevo hasta la abertura de salida y se dejó caer al otro lado de la pila de escombros hasta terminar cayendo, entre quejidos, en el suelo empedrado del exterior. Dejando a un lado su pesado botín, cogió el rifle y quitó el seguro, mientras giraba la cabeza para hacerse una imagen de lo que estaba ocurriendo en el callejón.
Desde su derecha, a unos treinta metros de distancia de donde se encontraba, se acercaba un grupo de al menos media docena de Pochos. Al otro lado, bastante más cerca, pudo contar al menos cuatro más. Sin duda el estruendo había llamado su atención, y ahora se movían hacía él arrastrando los pies, gimiendo y moviendo las manos en el aire como si ya pudiesen probar su carne.
-Asco de Pochos…
Apuntó a la cabeza del más cercano y disparó. Fue un disparo limpio, que desparramó los sesos de la criatura contra la cercana pared. El ser quedó inmóvil y se desplomó, chorreando un fluido oscuro por el agujero por el que había entrado la bala.
-4 balas.De puta madre...- Cargó y apuntó de nuevo. Otro ser cayó.
-Sólo 3 balas más, ¡mierda!- Miró alrededor y pudo ver que el grupo que se aproximaba por su derecha ya había llegado al Cadillac, tras el que él mismo se había refugiado tan sólo unos momentos antes.
Después de dos disparos más, se giró hacia el otro grupo. Cargó de nuevo el rifle, sabiendo que sólo contaba con esa bala antes de verse obligado a usar el machete.
***
De repente, con un ruido ensordecedor el edificio junto al que se encontraban los Pochos se vino abajo. Los ladrillos salieron despedidos hacia el callejón, como si hubiese explotado desde dentro. El tejado de chapa se desprendió y quedó colgando, dejando más abajo un agujero humeante de considerable tamaño, con restos de mampostería desparramados a su alrededor.
Tyron escuchó un chirrido y el ruido de un motor, y observó con asombro como una monstruosidad mecánica comenzaba a surgir por el hueco que acababa de abrir. Cuando el polvo del derrumbe comenzó a disiparse pudo verlo con más claridad:
Tenía al menos cuatro metros de altura y se desplazaba sobre dos gigantescas patas. Sobre estas había una cabina, que recordaba a las de las auto-caravanas que había visto en los libros de antes de El Fin de Todas las Cosas. De uno de los costados surgía un brazo mecánico, rematado con una sierra de cortar madera, y en el otro portaba dos ametralladoras del calibre cincuenta, de las que colgaban las cintas que las cebaban de munición.
La máquina avanzó pisoteando al primer grupo de Pochos y se giró para apuntar a los que avanzaban más atrás. Un ruido ensordecedor invadió el callejón mientras las ametralladoras barrían a los Muerteños, que se deshacían con los disparos como fruta madura. Tyron se cubrió la cabeza con las manos, justo antes de recibir una lluvia que le cubrió de despojos. Después retrocedió, triturando con la sierra los restos que continuaban moviéndose debajo y comenzó a girar entre chirridos en dirección a Tyron. Avanzó hacia él moviéndose a grandes zancadas y se detuvo a escasos metros de donde permanecía agazapado y muerto de miedo.
El motor de la bestia se paró entre quejidos mecánicos.
Después de lo que a Tyron le pareció una eternidad, una escotilla se abrió en la parte superior de la cabina.
Por el hueco surgió una figura, que se acomodó sentándose en lo alto de la máquina, con las piernas colgando. Era, sin duda alguna, la mujer más enjuta que Tyron había visto en su vida. Llevaba una chaqueta de cuero sobre un mono de trabajo, del que colgaba una cartuchera con un revolver. Se quitó un casco abollado y lleno de muescas, que Tyron supuso que le servían para llevar el recuento de sus víctimas, dejando a la vista una melena teñida de rojo. Del ojo derecho, tapado con un parche, surgía una cicatriz que cruzaba por completo ese lado de la cara.
La mujer sacó del bolsillo de la chaqueta un cigarro arrugado, lo encendió con una cerilla y tras soltar una bocanada de humo verdoso, preguntó:
-¿Trueque?
● ● ●
Abro este hilo para resubir relatos antiguos, que ya colgué en el antiguo foro, destruido por el taimado ataque de los bots gusos.
[u][b]El buscador[/b][/u]
[i]Tyron avanzó unos cuantos pasos antes de agazaparse tras los restos de un viejo Cadillac, apoyando la espalda contra la chapa oxidada y dejando su rifle en el suelo. Permaneció inmóvil durante unos segundos y se atrevió a echar un vistazo a través del hueco donde años atrás debieron estar los cristales del coche.
A unos cincuenta metros se encontraba la entrada del edificio que había estado buscando durante los últimos días, ahora medio sepultada. El derrumbe de la azotea había dejado caer una montaña de cascotes y herrumbre, hasta el punto en que sólo a través de pequeño agujero en lo alto, apenas visible desde donde se encontraba, podría cruzar al otro lado. Allí encontraría, o al menos eso esperaba Tyron, su recompensa.
Días antes un Errante le había hablado de este lugar en El Gato Tiñoso, la más conocida taberna de Pozo Seco. Tyron vivía en ese modesto asentamiento desde que Nueva Miami fue arrasada por los Muerteños, los seres resultantes de la que todos conocían como La Gran Plaga. Muerteños, Zombies, Pochos, Podridos: distintos nombres para las mismas despreciables criaturas. Ni vivos ni muertos, no eran más que un triste reflejo de lo que habían sido en vida, tratando incesantemente de satisfacer el único deseo que los arrastraba a desplazarse: el hambre.
Hacía meses que Pozo Seco había perdido toda esperanza de contactar con otros asentamientos. En otra época se habían establecido rutas comerciales con Luna Roja o Cascada de Cieno, pero últimamente los Muerteños habían estado más activos y los asentamientos únicamente disponían de suficiente personal y recursos como para defender sus propios muros. Eso si todavía seguían vivos…
En estos tiempos muy pocas personas se atrevían a realizar incursiones en busca de suministros, por lo que, debido a la escasez, el gremio de Buhoneros se había visto obligado a aumentar las tasas que pagaba a los Buscadores. No obstante, cada vez era más difícil encontrar algo que mereciese la pena. Las últimas salidas que Tyron había hecho habían resultado un fracaso, consiguiendo únicamente baratijas… La vida de un Buscador no era fácil.
Si la información de ese sitio que le había dado el Errante era correcta, valía la pena arriesgarse. Sacó el mapa que le había dibujado sobre un viejo trozo de tela, y tras consultarlo y mirar en ambas direcciones en busca de referencias supo que ese era el lugar: a medio camino entre el poste del Funicular y el antiguo depósito del agua.
Tyron asomó la cabeza por encima del capó y cargó su fusil con las cinco balas que le quedaban. Abrió la bolsa que llevaba colgada al cinto y sacó con cuidado la pequeña jaulita en la que guardaba a Pinto, su canario.
Las aves eran las únicas criaturas que habían podido escapar de La Gran Plaga, y era innegable que disponían de habilidades innatas para sobrevivir en estos tiempos difíciles. Con un poco de entrenamiento los supervivientes habían sido capaces de adiestrarlos para que actuasen como exploradores y alarmas en los yermos tóxicos, avisando a sus dueños cuando detectaban excesiva radioactividad o presencia de los Muerteños. Incluso en la entrada principal del asentamiento de Luna Roja los guardias se servían de una enorme lechuza para poder hacer las guardias nocturnas con mayor comodidad, permitiéndose el lujo de dar alguna cabezada.
Y al fin y al cabo eran prescindibles…
Tyron esbozó una sonrisa: jamás lo reconocería, pero había cogido cierto cariño a ese bichejo desde que lo tenía. Abrió la puerta de la jaula y cogiéndolo con cuidado, elevó las manos y lo soltó. Pinto batió las alas con fuerza y se elevó hasta que Tyron no pudo distinguir si no un punto en el cielo que describía círculos a su alrededor, a unos veinticinco metros sobre su cabeza.
Esperó.
Nada. No escuchaba trino alguno, por lo que supo que estaba despejado.
Se acomodó la máscara antigás, que le rozaba ligeramente bajo el mentón, se incorporó y miró alrededor. Odiaba la puta máscara. Bajo el filtro verdoso de las lentes todo tomaba un aspecto siniestro y no podía oír salvo su propia respiración. Y eso si no se empañaba…
Se acercó hasta a la pila de cascotes y comenzó a trepar como pudo, desprendiendo rocas sueltas a cada paso, hasta alcanzar el agujero. Tanteó la estrecha abertura y, después de echar un vistazo al interior, se introdujo a duras penas con la mochila.
Tras deslizarse por la montaña de deshechos del otro lado aterrizó en medio de una pequeña estancia, que en su día debió ser, si la información era correcta, un polvorín del ejército. El paso del tiempo y los saqueos habían hecho estragos, hasta el punto que el mobiliario que hubieran servido para almacenar las armas y municiones había quedado reducido a restos difícilmente reconocibles. Rebuscó bajo los cascotes, pero no encontró nada de utilidad. Miró en los restos de una oxidada taquilla, pero estaba vacía. No podía creer que el Errante le hubiese dado información falsa. Cuando regresase a Pozo Seco le buscaría y acabaría con él, y recuperaría los prismáticos que había cambiado por la información. Suponiendo que el Errante siguiese allí, claro…
-Mierda de Errantes…-masculló mientras se daba la vuelta para volver por donde había venido.- Tres días andando para esto…
Cuando se arrastraba de nuevo hacia la pequeña abertura para salir al exterior, su bota quedo enganchada con una chapa oxidada. Tiró bruscamente y esta cedió, moviéndose con un crujido y dejando a la vista un pequeño espacio antes oculto.
-¿Pero qué…?- Se preguntó mirando dentro. Metió la mano y sacó una caja intacta de balas de pistola y una antigua linterna.
- ¡Menuda suerte!- Guardó las balas en la mochila y pulsó el interruptor de la linterna. Con un zumbido, la bombilla parpadeó unos instantes y un tenue halo de luz iluminó la pared de enfrente.
No podía creerlo. Gazmán, el Buhonero, le daría al menos cinco raciones y un botiquín por una linterna militar en funcionamiento. Con suerte, además podría sacarle a esa rata miserable un par de botas, ya que las que llevaba estaban empezando a perder la suela, a cambio de la batería. La apagó de nuevo y se la guardó en uno de los bolsillos de la casaca.
Tyrón se incorporó bruscamente y su cabeza chocó con lo que creía que era una tubería.
-¡Me cago en la …!- se había dado tal golpe que hasta le rechinaron los dientes. Se llevó las manos a la cabeza y cuando comenzaba a reponerse, levantó la mirada y se quedó perplejo.
-¡La hostia!- No podía creer lo que veía...
Encajado entre ambos lados de la estrecha abertura estaba el trozo de metal con el que se había dado de bruces. Tyron había pasado de largo al entrar, ya que bajo la visión distorsionada de la máscara parecía una cañería oxidada más, y de no haberse golpeado tampoco habría reparado en ello al salir. No era una tubería: ¡era un viejo lanzagranadas! Y en una madera cercana, de un viejo clavo colgaba una cinta repleta de munición.
Tyron no pudo reprimir la alegría e improvisó un baile, que acompañó de un alegre tarareo. Estaba claro: ¡ese era su Puto Día De Suerte! Ya no quedaba casi ninguno de aquellos trastos, y mucho menos munición. ¡Había encontrado una fortuna!
Agarró la cinta de la que colgaba y tiró de él, pero no logró sacarlo de donde estaba encajado, así que se sentó y haciendo palanca con las piernas en ambas paredes, tiró de nuevo con todas sus fuerzas.
Y de repente todo se derrumbó.
***
Cuando cesó la lluvia de cascotes y el estruendo que la acompañaba, Tyron pensó cómo había podido ser tan torpe y no haberse dado cuenta que, al ceder con el paso de los años, las dos paredes estaban sujetas entre sí, en precario equilibrio con el arma como único soporte. La avaricia le había hecho ser imprudente. Aunque magullado, seguía vivo, pero aquel ruido se habría oído desde Pozo Seco…
Se levantó con ciertas dificultades y se palpó el costado mientras tosía: tenía al menos un par de costillas rotas. Recogió la mochila y se dispuso a salir, arrastrando tras de sí el arma y la cinta de munición.
Y de repente, el silencio se rompió cuando Pinto, el canario, empezó a cantar. Un trino constante y agudo: era un grupo. ¡No podían cogerle allí! Si le rodeaban en un lugar como este, sería su fin.
Se arrastró de nuevo hasta la abertura de salida y se dejó caer al otro lado de la pila de escombros hasta terminar cayendo, entre quejidos, en el suelo empedrado del exterior. Dejando a un lado su pesado botín, cogió el rifle y quitó el seguro, mientras giraba la cabeza para hacerse una imagen de lo que estaba ocurriendo en el callejón.
Desde su derecha, a unos treinta metros de distancia de donde se encontraba, se acercaba un grupo de al menos media docena de Pochos. Al otro lado, bastante más cerca, pudo contar al menos cuatro más. Sin duda el estruendo había llamado su atención, y ahora se movían hacía él arrastrando los pies, gimiendo y moviendo las manos en el aire como si ya pudiesen probar su carne.
-Asco de Pochos…
Apuntó a la cabeza del más cercano y disparó. Fue un disparo limpio, que desparramó los sesos de la criatura contra la cercana pared. El ser quedó inmóvil y se desplomó, chorreando un fluido oscuro por el agujero por el que había entrado la bala.
-4 balas.De puta madre...- Cargó y apuntó de nuevo. Otro ser cayó.
-Sólo 3 balas más, ¡mierda!- Miró alrededor y pudo ver que el grupo que se aproximaba por su derecha ya había llegado al Cadillac, tras el que él mismo se había refugiado tan sólo unos momentos antes.
Después de dos disparos más, se giró hacia el otro grupo. Cargó de nuevo el rifle, sabiendo que sólo contaba con esa bala antes de verse obligado a usar el machete.
***
De repente, con un ruido ensordecedor el edificio junto al que se encontraban los Pochos se vino abajo. Los ladrillos salieron despedidos hacia el callejón, como si hubiese explotado desde dentro. El tejado de chapa se desprendió y quedó colgando, dejando más abajo un agujero humeante de considerable tamaño, con restos de mampostería desparramados a su alrededor.
Tyron escuchó un chirrido y el ruido de un motor, y observó con asombro como una monstruosidad mecánica comenzaba a surgir por el hueco que acababa de abrir. Cuando el polvo del derrumbe comenzó a disiparse pudo verlo con más claridad:
Tenía al menos cuatro metros de altura y se desplazaba sobre dos gigantescas patas. Sobre estas había una cabina, que recordaba a las de las auto-caravanas que había visto en los libros de antes de El Fin de Todas las Cosas. De uno de los costados surgía un brazo mecánico, rematado con una sierra de cortar madera, y en el otro portaba dos ametralladoras del calibre cincuenta, de las que colgaban las cintas que las cebaban de munición.
La máquina avanzó pisoteando al primer grupo de Pochos y se giró para apuntar a los que avanzaban más atrás. Un ruido ensordecedor invadió el callejón mientras las ametralladoras barrían a los Muerteños, que se deshacían con los disparos como fruta madura. Tyron se cubrió la cabeza con las manos, justo antes de recibir una lluvia que le cubrió de despojos. Después retrocedió, triturando con la sierra los restos que continuaban moviéndose debajo y comenzó a girar entre chirridos en dirección a Tyron. Avanzó hacia él moviéndose a grandes zancadas y se detuvo a escasos metros de donde permanecía agazapado y muerto de miedo.
El motor de la bestia se paró entre quejidos mecánicos.
Después de lo que a Tyron le pareció una eternidad, una escotilla se abrió en la parte superior de la cabina.
Por el hueco surgió una figura, que se acomodó sentándose en lo alto de la máquina, con las piernas colgando. Era, sin duda alguna, la mujer más enjuta que Tyron había visto en su vida. Llevaba una chaqueta de cuero sobre un mono de trabajo, del que colgaba una cartuchera con un revolver. Se quitó un casco abollado y lleno de muescas, que Tyron supuso que le servían para llevar el recuento de sus víctimas, dejando a la vista una melena teñida de rojo. Del ojo derecho, tapado con un parche, surgía una cicatriz que cruzaba por completo ese lado de la cara.
La mujer sacó del bolsillo de la chaqueta un cigarro arrugado, lo encendió con una cerilla y tras soltar una bocanada de humo verdoso, preguntó:
-¿Trueque?
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