Relato: El Día D

La explosión lo pilló totalmente por sorpresa. Estaba en la Plaza del Pacto, mercadeando sus cosas mientras recorría los puestos que bordeaban la explanada a los pies de Puentechatarra. Esta vez llevaba buen material, cosas muy chulas que sin duda podría colocar bien a alguno de los dueños de los tenderetes que quisiese echarle una mano y darle algunos casquillos por ellas: carne seca casera de sus galligartos, unas buenas botas casi nuevas que había encontrado en un desagüe, un ejemplar raro de una revista con una Z enorme en la portada, una culata de rifle nuevecita que podría servir para reparar un arma vieja, un colgante formado por un par de dados de seis caras de peluche rosa y dos (¡atención, dos!) puños americanos que se había agenciado por medio de un colega a muy buen precio.

Y las gafas de sol. Pero las gafas de sol se las había quedado para él, porque estaban fardonas que te cagas con esa forma redonda que le daba un aspecto interesante, y la montura finita con patillas plateadas del largo ideal para su tarro, como si fuese uno de esos carroñeros que acudían cada cierto tiempo con sus caravanas a vender de todo… Igual si conseguía un sombrero de esos estrafalarios negros, de ala ancha y con la copa alta y cilíndrica como un tubo, tendría un aspecto aún mejor. Esos cabrones estaban como chotas, pero desde luego tenían estilo y a Leo le parecían chulos como pirulos. Y además a Mary Jo también le hacían tilín, a juzgar por las miradas que les echaba cuando se pasaban por el asentamiento, así que si empezaba a parecerse un poco a ellos, quizá se fijase un poco en él. Ahhhh… La pechugona Mary Jo, con esa alegría despreocupada y esa sonrisa picarona, esa forma que tenía de reírse cogida del brazo de los buenos clientes que le dejaban propina en su garito de comida rápida… Durante un instante dejó de caminar y se dejó llevar por la imaginación, hasta que llegó a la conclusión que la carne seca de galligarto no la iba a vender a aquellos cabrones usureros de la plaza del Pacto, sino que se la iba a guardar a Mary Jo para hacerle un regalo. Quizá le preparase un buen bocata con una de las piezas, o incluso lo invitaría a un vaso de Cienfuegos y se sentaría a hablar con él para darle las gracias. Reanudó con una sonrisa su deambular por los puestos, en busca de alguien interesado en sus cosas, mientras pensaba que aquel día iba a terminar mucho mejor de lo que había empezado.

Qué equivocado estaba el hijoputa.

El silbido empezó lejos, casi inaudible. Sólo algún chucho pulgoso puso las orejas tiesas, advertido del peligro, mientras miraba en una dirección imprecisa en el cielo, sin que nadie le hiciese puto caso. Entonces el zumbido subió de tono y se hizo más agudo, pero con el bullicio que había en la plaza, con los tenderos voceando su mercancía, la gente regateando, las madres llamando a sus hijos grito pelado, los borrachos amenazando de muerte a cualquiera que se acercase y las lumis riéndose a carcajadas en corro bajo un saliente apartado, sólo unos pocos empezaron a notar el sonido. Un perro ladró. Un niño hizo pantalla con su mano sobre los ojos y alzó la vista al cielo. Un indigente, lúcido a causa del alcohol, señaló a las nubes y empezó a gritar como un loco “¡Os lo dije, mongolos! ¡Han venido! ¡Están aquí, capullos de mierda, os avisé y ahora vamos a morir todos!”, pero nadie le hizo más caso que al perro que ladraba al otro lado de la plaza. Alejándose del último puesto del que lo habían despedido con un mal gesto e igual de pobre, Leo se acercó a una pared para buscar algo de sombra y encender uno de los pocos pitillos que aún le quedaban en la mochila. El mendigo se arrastró por el suelo, enloquecido como una rata acorralada al final de un túnel, y con una mano garruda se aferró a los pantalones de Leo, que se asustó y dio un brinco hacia atrás antes de soltarse de una patada y mirar al despojo humano que lloriqueaba a sus pies.

“El día del juicio, tío…”, balbuceaba aquella figura humana cubierta de harapos, con la cara llena de pústulas y heridas recientes, tres dientes mal puestos en la boca y uñas negras y afiladas como cuchillas. “Os avisé, joder, os lo dije…”, seguía con su cantinela. Leo no dijo nada, pero torció la cara con un gesto de asco y se apartó otro paso más. No quería saber nada con aquel colgado, que seguramente estaría borracho en el mejor de los casos y puesto de mierda hasta las cejas en el peor. Pero el miserable se arrastraba detrás de él, alargando los brazos y farfullando sus incoherencias. “Avisé al Consejo, se lo dije… Me llamaron borracho, imbécil y paraño… parna… parin… puto loco… Me echaron a patadas… ¿Ves lo que va a pasar ahora, tío? Vamos a morir por gilipollas…”. Leo miró mejor a aquel subproducto humano, se fijó en sus ojos y en el pelo, escaso y grasiento pero con un color inconfundible… ¿Billy? ¿Billy Buenavista? ¿El vigía de la torre sur? Avisó al Consejo… ¿Por qué habían echado a aquel tío de la Vigilancia Ciudadana? Lo había leído en la Gaceta, sí, había sido por una borrachera tremenda que se pilló estando de guardia una noche. Casi se cae desde la garita, poteó encima del tío que iba a relevarlo casi al amanecer y asustó a media ciudad con una historia sobre objetos voladores metálicos que surcaban los cielos de Puentechatarra, en círculos, como si estuviesen vigilándolos. Eso había sido. Le habían dado la patada bien dada. Había que ver cómo se había echado a perder (bueno, más todavía) en poco menos de un mes, el cabrón.

Puentechatarra3– “¿Es que no lo oyes, joder?”, sollozó Billy desde el suelo, acurrucado en posición fetal.

Leo aguzó el oído por instinto. Hostias, sí. Sí que lo oía. Ahora sí. Un zumbido, un silbido, como una bala cuando se acerca y te pasa rozando la oreja, pero más… “serio”. Como si en vez de una bala fuese un bidón de agua lanzado a toda velocidad. Venía de arriba. Más gente en la plaza empezaba a levantar la cabeza y las conversaciones iban apagándose o cortándose en seco. Salió de debajo del alero que le daba sombra y miró al cielo. Fuese lo que fuese se acercaba rápido, pero era incapaz de determinar la dirección de la que venía o qué coño era. Claramente audible ya el zumbido, por instinto mucha gente corrió a buscar cobertura entre las casas, bajo los tenderetes o en cualquier lugar que pareciese seguro. En el último instante Leo pudo determinar la dirección de la que venía el objeto y giró su cabeza, pero fuese lo que fuese había utilizado el sol como cobertura para que nadie pudiese detectarlo. Al mirar en su dirección apenas le dio tiempo a ver una estela ondulante, como el calor que mueve el aire sobre los hornillos de gas de la cocina del garito de la voluptuosa Mary Jo, antes de que el sol le molestase en los ojos incluso a través de sus gafas ahumadas y lo obligase a apartar la vista mientras cerraba los párpados.

Los abrió justo a tiempo para ver media Puentechatarra saltar por los aires. Algo impactó contra el pilar norte, cerca de la base, en pleno barrio de Sobatetas. La explosión fue tan brutal que lanzó por los aires casas enteras, saltaron las chabolas de los pisos superiores, los puentes de unión se desperdigaron como si fuesen putas hojas y todo lo que estaba adosado directamente al pilar quedó volatilizado al instante. Entonces les llegó la onda expansiva a la plaza del Pacto, arrastrando a los niños y tumbando a los viejos. Calor. Una ola de calor pegajoso y brutal. Leo cerró los ojos para protegerlos de la arenilla que arrastraba el muro de aire y calor, y en cuanto los abrió volvió a una realidad de gritos, aullidos, carreras, locura y estupor. Sin saber muy bien para qué o con qué propósito, Leo echó a correr hacia el puente. Cruzó la plaza casi sin tocar el suelo y se adentró en el Paseíllo, la ruta fluvial junto al Canalillo que llevaba de vuelta a los ascensores de Puentechatarra. El barrio de Sobatetas había desaparecido por completo, comprobó echando rápidas miradas cuando era seguro hacerlo sin riesgo a chocar con algo o llevarse por delante a alguno de los incrédulos ciudadanos que miraban hacia su hogar sin dar crédito a lo que acababa de pasar. Sólo algunas chabolas del piso superior, cerca de la Vía Tocha, aguantaban colgadas sobre el vacío en un precario equilibrio. Pero Hostiejas, el barrio colindante y que compartía la seguridad del mismo pilar de Puentechatarra, estaba en llamas. Un incendio feroz ascendía por los pisos desde el fondo del cauce del Canalillo, alimentado por las chabolas de madera, la ropa tendida sin ton ni son, la basura acumulada y las ratas que corrían ardiendo para escapar del fuego pero no hacían más que propagarlo. El caos era total, veía a gente en llamas tirándose desde los pisos superiores, presa de la desesperación. Restos de habitáculos, escaleras y pasarelas esparcidos en un amplio radio frente a él, junto con restos… humanos que prefería no detenerse a mirar. Más gente corría ya junto a él, de vuelta a la ciudad. Pero cuando llegaron al primer ascensor, que por suerte estaba a nivel del suelo, algo lo hizo detenerse.

Un chirrido, un quejido lastimero de algo a punto de romperse. Una sensación en el estómago. Metal aguantando más esfuerzo del que debería. Miró a su derecha y vio el estado del pilar norte. El hormigón de su base se había desmenuzado como arena seca, dejando a la vista la estructura interna de la armadura metálica que lo reforzaba. Pero esas barras de hierro no iban a ser suficientes para soportar por sí solas todo el peso de los pilares, los tres pisos de Puentechatarra y lo que había aún más arriba, en la Vía Tocha. Leo sabía lo que iba a pasar a continuación. Tuvo un escalofrío y sintió pánico. “¡No subáis!”, les gritó a sus acompañantes, que se apelotonaban en el ascensor con la intención de subir de vuelta al puente para ayudar en lo que pudiesen. Estúpidos hombres y mujeres de buena voluntad. Intentó a agarrar a alguno de ellos para sacarlo del ascensor, pero lo empujaron fuera y lo miraron con desprecio, creyendo que era la cobardía lo que lo impulsaba a no querer subir. La reja bajó y el ascensor empezó su lento ascenso, mientras Leo seguía abajo gritando que bajasen, que volviesen. Que iban a morir todos. Se alejó del puente, caminando de espaldas, repitiendo en voz baja “Bajad…”, sollozando y limpiándose la cara de restos de hollín, suciedad… y sangre, descubrió con horror. A su alrededor seguían cayendo restos de su hogar, trozos de madera en llamas, ropa calcinada, algún que otro bloque de hormigón. Se separó más del puente por seguridad, pero no le dio tiempo a ir muy lejos antes del inevitable final.

Con el quejido de un animal herido de muerte, el pilar norte colapsó sobre sí mismo. En su caída arrastró los restos de los barrios de Sobatetas y Hostiejas, aún en llamas, junto con toda la gente que pudiese haber sobrevivido a la pavorosa detonación. La Vía Tocha, las casas de los tíos guays y pastosos que vivían allí arriba, se hundió tras él y cayó a plomo sobre el Canalillo, o más bien sobre el barrio de Sobaco, que había quedado más protegido de las llamas que su vecino Hostiejas. Pero ahora se le desplomó encima toda la estructura del puente, aplastando casas, negocios, gente y animales bajo toneladas de hormigón y acero. Casi se alegró del chirrido metálico que se oía sin cesar durante todo el proceso, ahogando cualquier otro sonido posible en la zona, ya que hubiese sido mucho peor tener que escuchar los alaridos, gritos y ruegos de las víctimas del derrumbe. Pero sí vio el ascensor, en el que iba a subirse él, perder la sujeción de sus cables, trazar una curva extraña en el aire y caer a plomo de nuevo contra el suelo. Le pareció ver las caras de todos los que había dentro, aunque a aquella distancia era imposible. Le pareció escuchar en su cabeza sus gritos de terror y auxilio, pero sabía que eran imaginaciones suyas. Lloró. Se derrumbó en el suelo, con la cabeza entre las manos. Y con un estruendo final, todo se acabó. La nube de polvo, arena y ceniza se fue asentando sobre el amasijo enrevesado de hierros y hormigón en que había quedado convertida una tercera parte del puente, hasta el Paseíllo, volatilizando por completo tres barrios de golpe en un ataque brutal, implacable y perfectamente planificado y ejecutado. No daba crédito. Por encima del horror, del miedo y de la impotencia, se abrió paso la incredulidad. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo?

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