Relato: Jomo

Jomo temblaba un poco, a pesar de que la estufa estaba al máximo. También sentía un feo vacío en el estómago que no era de hambre. De hecho, delante de él tenía una pieza de carne bastante apetecible, fresca y limpia. La probó. Con esfuerzo. -Manda cojones, con lambre que traigo.- pensó. Se sentía un poco enfermo, como si tuviera resaca.
Pasado el primer bocado con un poco de agua -un agua muy pura-, se sintió mejor.
«Joder, es la fiebre de las cosas malas -pensó-. Es mi coco, que está encabronado y me pone enfermo. Bueno, sé cómo va esto. Se quita zampando un poco y durmiendo dos noches. En verdad, la primera noche no podré dormir porque estaré rayao. La segunda, sí. A la segunda noche estaré reventao y dormiré un montón y luego ya estaré bien. Esta cueva es segura. Estoy solo y tengo de todo. Puedo pasar aquí dos noches o lo que quiera. Esta sensación ya la tuve cuando tuve que dejar a Iloveny en aquella caseta y también cuando pasé demasiado cerca de Los Gemelos y vi todo aquello de allí».

Al principio, Fran le había parecido un gilipollas más, perdido entre los Mallos Oxidaos y Bocapisada. Apenas había nada vivo en aquella parte del Páramo, pero el Páramo siempre estaba lleno de gilipollas. Si Jomo hubiera conocido la palabra “paradoja”, eso le habría parecido una paradoja.
Como Fran era fuerte y sano y tenía un montón de balas y Jomo estaba en aquel momento hecho una auténtica puta mierda, a Fran no le costó atraparlo e inmovilizarlo. Pero no le hizo nada malo. No le folló el culo sin pedir permiso, ni le quitó sus porquerías. Ni siquiera los dientes niquelados que le habían puesto en Villatongo y de los que tan orgulloso estaba. Jomo estaba tan orgulloso de sus dientes niquelaos que sonreía mirando al sol para que reflejaran y brillaran. ¡Más de un calzón había bajado sólo con aquella sonrisa radiante!
Fran no era del Páramo, aunque le gustaba que le llamasen Fran del Páramo.
-Llámame Fran del Páramo -había dicho a Jomo al atraparlo.

A Fran le iban las aventuras. «Mira que te gustaba la drilandrina esa, cabrón mentiroso. Decías que no te gustaban las cinco comidas calientes al día de tu casa, esa en la que había más agua limpia de la que podías beber. ¡Tanta que te la podías echar por encima para lavarte!, decías. Puto tarado mentiroso. Pero venir al Páramo a patear polvo, comer culebras y mirar el Geiger cada cien pasos, sí. Eso sí te gustaba. Puto tarado mentiroso.
Pero eras un buen tío, Fran. Querías un colega y yo fui tu colega, ¿eh? ¡Cóño, como para no serlo! Tenías de todo: balas, ropa de puta madre fresquita al sol y to’ caliente por la noche, la cantimplora esa que decías que atrapaba el agua del aire -¿qué coño de agua del aire, puto mentiroso?-, medicinas de la hostia… ¡tenías hasta cacharros molones dentro de la chola! ¿Te acuerdas de cuando me dijiste “Jomo, va a caer rascalluvia en diez minutos” “¿En diez qué coño has dicho?”, te dije. Y tú me dijiste “Minutos. Da igual, va a caer rascalluvia en un ratillo, ahora mismo. Vamos a meternos en aquel agujero.” Y tenías razón. ¡Tenías un aparato en la cabeza que te adivinaba movidas: cuándo iba a llover rascalluvia, eso de los minutos, dónde estábamos, si venía gente, dónde había chatarra! Un montón de movidas».

Se lo pasaron de puta madre. Ahora, agobiado por la sensación agria de vacío que le impedía comer más rápido, Jomo recordaba cómo había enseñado a Fran a cazar cucarratas y a asarlas sin envenenarse, o la primera vez que cambiaron balas por aguarayo y cómo luego habían perseguido y hostiado al comerciante para recuperar sus balas.

«¿Te acuerdas, Fran, de los cinco días que pasamos con aquellas dos piltrafas a las que pillamos por sorpresa cerca de Los Dados? Que nos metimos en una de esas casas gigantes que hay por allí durante los cinco días. Al principio, dábamos agua y comida a las piltrafas a cambio de mamadas. Tú no querías follarlas bien. Decías que eso era peligroso por la prifoxis. O la prolifisis o no sé qué pollas. Siempre estabas inventando palabros raros. Pero el tercer día te pusiste a gusto de aguarrayo y quisiste darles por todas partes. Pero, claro, ibas hasta el culo de aguarrayo y no te podías empalmar bien. Joder, cómo me reí. Me reí un huevo. Al final, te cabreaste y te pusiste a darle hostias a la piltrafa. Con eso te animaste, ¿eh, tarado? Bueno, como yo también me animé, estuvimos con aquello dos días más. Luego ya las piltrafas se murieron y se acabó la risa.
¿Sabes, Fran? Ese día me sentí parecido a ahora, con el coco y la tripa un poco jodidos, pero era más flojo. Se me pasó enseguida. Tú también estabas un poco jodido, porque no quisiste probar la carne».

Después de aquello, siguieron más o menos como siempre. Cazaban, rebuscaban, luchaban, bebían y follaban. Con los trastos de Fran, todo era más fácil. Fueron tres o cuatro lunas de puta madre. Tan de puta madre, que Jomo echó tripa por vez primera en su vida. Le encantaba darse golpecitos en ella y ver cómo la piel vibraba. Se descojonaba con aquello. “Mira que eres palurdo, chaval.”, le decía Fran, riendo.
Pero, a veces, por la noche, Jomo sorprendía a Fran con la mirada perdida, pensativa. Serio y callado. Eso no le pasaba al principio.
Acurrucado junto a la estufa, Jomo siguió masticando y obligándose a tragar. Entretanto, pensaba. Y mientras iba pensando y comiendo, su tripa se llenaba y su coco se vaciaba. Se estaba tranquilizando. «Joder, Fran, gilipollas, tú ibas a volver a tu casa a comer caliente y a echarte agua por encima. Jomo lo vio. Jomo no podía dejarte. Esto es el puto Páramo. Demasiadas cosas chulas perdidas para Jomo. Demasiada carne perdida para Jomo».

Por Roberto Cantos

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