Relato: La Banda de La Trini – Acto IV

La Banda de la Trini

Acto IV – Los siete magníficos

Si os queréis enfrentar a La Banda de la Trini, porque me imagino que para eso me estás emborrachando y llenando los bolsillos, tienes que tener en cuenta un par de cosas, primero que espero por tu bien que cumplas lo que me has prometido, y luego, que tienes que eliminar uno a uno a los siete maromos, todos a la vez no vais a tener cojones aunque fueseis una veintena. Borra esa sonrisa de tu cara capullo, te hablo en serio, no podríais con ellos.

Te voy a contar una historia mientras me pides otra botella de Cienfuegos. Hace unas diez lunas salimos en dirección Torresbrillantes porque uno de nuestros chivatos nos había dado la localización de una farmacia. Normalmente las farmacias de Torresbrillantes tienen poco que saquear ya, y no merece la pena ir expresamente a una farmacia a jugarse la vida con bestias aladas y dispositivos de seguridad por todos lados, otra cosa es que vayas para otra cosa y pases por enfrente de una. Pero fuimos buscando una farmacia encantados de la vida porque nos la estábamos jugando en Puentechatarra. ¿Sabes eso que dicen que las mujeres cuando conviven tienen una especie de empatía rara que hace que se sincronicen con la regla todas al mismo tiempo? Pues créeme tronco es totalmente cierto. Y no sabes lo jodido que es tener a una decena de mujeres adiestradas en la lucha con una mala leche de la ostia y las hormonas por las nubes. Así que nos mandaron a ir a una farmacia a por compresas, tampones, y todas esas mierdas de mujeres, y los maromos obedecimos sin rechistar. Bueno, Xavier «El Perillas» sí que rechistó como siempre, pero se llevó una somanta de palos espectacular en cero coma, y los demás aprendimos la lección rápido. Todos menos El Hijo Puta claro, nadie se le ocurrió pedirle que fuera a buscar unos tapachichis.

Así que tras varios días de viaje llegamos a Torresbrillantes, no sin pocos altercados por supuesto, pero enfrentarse a algún terraburón no era nada comparado con la manada de perromorfos que teníamos esperándonos.

Nos adentramos en la ciudad por calles secundarias, dando rodeos y salvo algún que otro bicho y alguna torreta automática no tuvimos grandes problemas. Lo chungo vino luego. Una de las calles tenía un socabón del quince que la cruzaba de lado a lado, así que no tuvimos más cojones que meternos en una avenida principal. Y claro como era de esperar, nos vieron las bestias aladas, las rapturas que llaman ahora. Mcconaughey «El matabichos» fue el primero en verlas, como no podía ser de otra manera. El tío es un cazador nato, es el único mercenario al que La Trini le ha visto utilidad. Cuesta unas cuantas balas más que cualquiera de nosotros, y se rige por el Convenio de Mercenarios, pero el colega las merece. Se cargó una de esas bestias de un hachazo en todo el molondro que le llegó hasta las costillas. Mientras, Jeremías «El Monicaco» que siempre anda por ahí dando volteretas y 20 pies por delante nuestra, había encontrado una entrada de metro y nos fuimos de cabeza pa dentro sin pensar que nos metíamos en la cabeza del perromorfo. Jason «El Potroco» selló la entrada de un par de ostiones bien dados y nos dejó encerrados ahí dentro el muy idiota. El colega es más tonto que pegarse un bocao en un huevo, pero tiene unos brazos como gusañascos. Tiene «una empresa» de clavado de estacas, ¡nah! la gente le da un par de casquillos para tenerlo entretenido, pero yo una vez eché cuentas y si lo guardase todo, en unas seis o siete lunas tendría para hacerse el invernadero para cultivar tomacos del que siempre está hablando. El Potroco agricultor, lo que me faltaba por ver.

Bueno, pues eso, que nos quedamos más tiraos que un niño mutardo el día del padre. Así que tuvimos que adentrarnos en los túneles del metro, menos mal que el precavido de El Matabichos traía lumbre en su mochila y pudimos avanzar en la oscuridad.

Marko «2 tiros» iba delante con su escopeta, es un zumbao de los buenos. Mazo veces lo he tenido que levantar de un puntapié porque cuando ve sangre se pone a hacer dibujitos con ella. Pinta a los muertos y se pone a hablar con ellos, dice que él entiende lenguas que nadie entiende. Oye voces y habla sólo el colgao. Mu mal rollo ir con él por un túnel de metro a oscuras, hazme caso. Y luego soy yo el loco.

De repente empezamos a escuchar murmullos, yo ya sabía lo que era, lo había oído cientos de veces. Pochos, muchos pochos, todos tarareando esa maldita canción del demonio. «La Muralla» se colocó delante con su cacho escudo e intentó clavar su pierna de metal al suelo, pero era de hormigón no de tierra, así que El Potroco le tuvo que sujetar la espalda para intentar resistir la primera embestida. El Perillas e Israel «Cadenas» empezaron a soltar flechas como locos, y como siempre empezaron a contar las bajas en voz alta. Cada cual es más chulo que el otro, y siempre están compitiendo, pero a veces ese pique nos viene bien. Si no se cargaron diecicinco pochos entre los dos no se cargaron ni uno. Por tu cara veo que sabes quien es Cadenas, sí es él, el que inventó «la cadena», habrás oído hablar de ella, y es cierto, yo lo he visto. El cabrón dispara flechas en puntos no vitales, de manera que te atraviesen por ejemplo una mano e impacte al que está detrás. Yo le he visto hacer una cadena de 4 tíos, todos pegados con flechas los unos a los otros. Luego Xavier se picó e hizo una cadena de 5 y lo llamó «el pinchito», pero nadie le hizo caso.

Bueno, la cuestión es que nos fuimos abriendo paso entre todos esos pochos, hasta que El Monicaco encontró una puerta de servicio y nos pudimos meter a trompicones mientras La Muralla los contenía. Estábamos encerrados en una sala a 90 pies bajo el suelo, con decenas de pochos golpeando rítmicamente la puerta. Era cuestión de tiempo, estábamos muertos por ir a por tampones para una mancha de locas del coño. Entonces me di cuenta de que estábamos rodeados de bombonas de propano. Pusimos a El Potroco y a La Muralla frente a la puerta, descabezamos las válvulas abrimos la puerta y le metimos fuego. Dos lanzallamas caseros sujetados por dos mastodontes que quemaban pochos como si fuesen hojitas. Los demás íbamos matando a todo lo que se conseguía acercar a los brutos. Conseguimos llegar a la siguiente estación, romper la valla metálica de acordeón y subir por las escaleras hasta la superficie.

Aquel día acabamos con más pochos de los que nadie haya visto juntos en su puta vida, sin ninguna baja, en un túnel, sin armas de fuego. Créeme tron, esos cabrones son duros y tienen recursos. Además, cuando salimos había una farmacia justo enfrente. Cuando llegamos a Puentechatarra hacía ya una semana que habían pasado los días de sangrachichis, y nos llevamos una paliza por tardar tanto. Creo que tardamos más tiempo en saber cual era la caja de compresas que teníamos que coger, que en salir de ese infierno de metro.

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