Relato: La Caravana

Salva se arrodilló detrás de una piedra, posó la bombeadora bien cargada encima de ella y apuntó con cuidado a las figuras que se acercaban. A su alrededor se movieron los demás integrantes de la caravana, un puñado de chatarreros (“recolectores”, les gustaba llamarse a sí mismos, aunque aquel nombre era mucho mejor que el despectivo “carroñeros” con el que los conocían en otros lugares) que regresaban a Puentechatarra después de varias semanas pateando el Páramo en busca de todo tipo de objetos, tanto modernos como del Mundo de Antaño.

Los bufamellos iban cargados casi hasta los topes con innumerables sacos, cajas, arcones, mochilas, bolsas y piezas sueltas amarradas a sus estribos con cualquier cosa que pudiese servir a tal fin. Habían encontrado un auténtico filón en un antiguo bunker militar, lleno de inscripciones y señales que ninguno había podido descifrar, que seguramente había quedado parcialmente al descubierto hacía poco a causa de alguna tormenta de arena u otro fenómeno chungo del Páramo. Allí se habían topado con un cargamento entero de máscaras antigás en perfecto estado, montañas de casquillos para rearmar, cascos, chalecos antibalas e incluso dos cajas de munición selladas que los habían hecho saltar de alegría. Les había tocado la lotería aquel día, diablos que sí. Su líder, el dinamo Angus, había anotado en su libreta de viajes la ubicación exacta del lugar y cargaron todo lo que pudieron en los bufamellos, junto con el resto del botín que ya llevaban de los días anteriores de recolección. La decisión de Angus de enterrar en las cercanías del búnker ambas cajas de munición, para regresar más adelante con una escolta adecuada para semejante tesoro, había recibido algunas críticas en su momento, ya que todos querían llevarlas consigo al asentamiento y poder ser recibidos como héroes mientras alardeaban del éxito de su expedición. Pero ahora, con la caravana detenida por dos enormes rocas que bloqueaban el desfiladero mientras tres figuras encapuchadas se acercaban con extrañas armas en las manos, Salva creía que había sido una gran idea.

Cuando se habían acercado lo suficiente a la barricada los tres se detuvieron. Durante un instante no dijeron nada, tiempo durante el cual Salva llegó a la conclusión de que estaba demasiado lejos para que un disparo de su bombeadora fuese efectivo. Se levantó y empezó a caminar hacia Angus, que se había adelantado unos pasos por delante de la caravana y era el que más cerca estaba de las rocas. Los tres bandidos (a estas alturas era absurdo darles ya otro nombre) se percataron de su movimiento y uno de ellos se giró levemente para encararse mejor con él; Angus torció un poco la cabeza para ver qué había causado aquella reacción y, al verlo acercarse con cautela al descubierto, le hizo un gesto con la mano para que se detuviese al instante.

– ¡No intentéis ná y no vos pasará ná! – gritó uno de los recién llegados desde las sombras creadas por la amplia capucha de su sudadera gris. En el pecho llevaba cosida una T roja bastante desgastada, y Salva se fijó entonces que los otros dos también lucían un emblema similar en su ropa o protecciones. Aquel símbolo le sonaba, había oído hablar de un grupo que lo usaba, pero no sabía que aquella fuese su zona. En general su grupo de chatarreros se preocupaba bastante por no adentrarse en territorios de otras bandas para no tocarles los huevos sin razón, y le extrañaba bastante que su dinamo Angus hubiese cometido el error de usar una ruta que pasase por una región hostil.

– ¿Quiénes sois y por qué bloqueáis este camino? – preguntó Angus con bastante aplomo. En sus manos estaba el chasqueador que siempre llevaba consigo, conectado al traje voltaico que lo hacía parecer una caja de fusibles abierta, aunque aún no lo había encendido. No quería que los extraños supiesen que era un arma, al menos no todavía.

– Somos Hijos de la Sangre Negra y ahora tó este territorio es nuestro – contestó uno de los tres -. El santuario de Tex’co ha sido violado, y sus hijos vamos a la guerra.

Tex’co, por eso eran las T rojas de sus ropajes. Esos locos que adoraban el fuego y vivían apartados de todos en su base fuertemente defendida. ¿Así que los habían atacado? Mierda, eso iba a provocar la misma reacción que patear un nido de avisporros. Salva apretó los dientes y cambió con cuidado la bombeadora de posición para poder dispararla con más rapidez si llegaba el caso.

– ¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? Sabéis que no tomamos parte en esas historias, nos dedicamos a nuestros negocios y punto.

– Y por lo gordas que traéis las alforjas, parece que os va de cojones. Como ya dije, este territorio es ahora de los Hijos y tenéis que pagar por cruzarlo.

Sangre01b– ¡Y una polla de mongolongo! – exclamó entonces una voz femenina. Salva se giró a tiempo para ver a Tamara, la pistón más dura y malhablada con la que se hubiese cruzado jamás. Iba vestida con un chaleco antibalas, un casco de antidisturbios con la visera bajada, pantalones de combate y un pistolón enorme colgado de la cadera. En ese momento avanzaba hacia los tres forajidos, cargando el puño balístico de su brazo izquierdo y alzándolo en un gesto que presagiaba violencia inminente. No le dio tiempo a dar tres pasos, cuando el individuo encapuchado que estaba más cerca de ella alzó el tubo que llevaba en la mano, apuntó y soltó una bola de fuego gigantesca que engulló a la pistón. Fue una ráfaga breve, pero suficiente para que la ropa de Tamara prendiese fuego y esta se tirase al suelo gritando, para apagar las llamas rodando sobre el polvoriento camino. La súbita llamarada también asustó al primer bufamello, que se alzó sobre sus patas traseras mientras bramaba como un loco y empezaba a cocear, haciendo que varias de las mochilas y sacos apilados sobre él cayesen al suelo y se desparramase su contenido. Alguien se acercó corriendo (a Salva le pareció que era Dany, otra engranaje), cogió las riendas y empezó a calmar al animal, para después agacharse a atender a Tamara, que intentaba incorporarse del suelo con cierto dolor.

Angus hizo el gesto de agarrar su chasqueador con ambas manos, pero el hombre que tenía enfrente reaccionó activando a su vez el arma que llevaba en sus manos. Un súbito petardeo levantó ecos en el desfiladero y la cadena circular que llevaba el arma en la parte delantera empezó a girar a gran velocidad, soltando una pequeña humareda blanca mientras el asaltante la sujetaba con fuerza con ambas manos. Salva dio un paso atrás; los dientes metálicos de aquella cosa podrían cortar cualquier cosa, y se mareó sólo con imaginar lo que pasaría si la usaban contra carne humana. El sangre negra abrió una mano y la cadena dejó de girar, pero la máquina siguió encendida, a la espera.

– Así tan las cosas, amigos – dijo el tercer hombre por encima del petardeo del motor -. No seáis unos cabrones tacaños y compartid la carga. Mejor para tós, eso digo yo.

Al decir eso hizo un gesto con la cabeza hacia la mercancía que había caído al suelo: un buen montón de máscaras antigás, cantimploras, rollos de alambre, hojas de cuchillo… Angus los examinó un rato. Luego se giró y miró a su grupo. Tamara, la mejor luchadora del grupo, estaba cojeando ayudada por Dany. Angus tenía un buen arma, pero si tenía que enfrentarse con aquella sierra automática… Aparte estaban Salva y Corte, engranajes sin mucho rodaje. Así que su dinamo hizo lo que debía.

Mientras sorteaban las rocas que bloqueaban el camino, con sus bufamellos bastante aligerados de su carga, Angus se acercó a donde caminaban Salva y Dany, flanqueando el animal sobre el que habían subido a Tamara.

– Hubiésemos podido con los tres, si hubieses dado la orden, Angus – le dijo Dany.

– No eran solo tres, pequeña. Había más en las rocas, acechando en las sombras. Y son fanáticos dispuestos a morir por su líder, que a buen seguro no estaría tampoco muy lejos, observando su comportamiento. No es la primera vez que trato con la Sangre Negra, pero hacía muchos años que no se mostraban tan agresivos o se alejaban tanto de su base.

– ¡Nos han pelado bien, esos cabrones! – dijo Salva -. Con la buena suerte que habíamos tenido en esta expedición…

– Eh, seguimos todos vivos y aún conservamos una buena parte del cargamento. Y acuérdate de que el premio gordo se ha quedado enterrado y a buen recaudo en aquel búnker. No hay más que volver a por él. ¿Hubieses preferido morir abrasado en este desfiladero? ¿De qué hubiese servido eso?

El joven engranaje resopló, no muy convencido, pero en el fondo sabía que Angus tenía razón. La Sangre Negra… otros putos tarados a los que evitar. Le encantaba vivir en el Páramo, sí señor.

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